martes, 8 de mayo de 2007

La Burbuja

Cuento inédito

Fragmento:

Jenny y yo nos conocimos en una época de nuestras vidas en la que todo parecía estar por empezar. Lo desconocido no significaba temor, sino oportunidad. Había muchas cosas por hacer aquel verano, pero nosotros siempre preferimos la tranquilidad, el relajo, el aislamiento y el amor. Cuantos días sentados mirando el atardecer. Cuantas noches de hotel viendo cualquier cosa en la televisión después de hacer el amor.
Sí, era una buena época.
Trabajaba con bastante regularidad en mi primera novela y la literatura aún no me había mostrado ni por asomo su lado oscuro, desalentador e inútil. La universidad no importaba, los excesos del mundo exterior tampoco. Se vivía bastante bien dentro de La Burbuja, podía leer, ver la televisión hasta tarde y hacer el amor de manera ilimitada. ¿Qué podía salir mal?
Jenny y yo nos casamos cuando estaba terminando de escribir mi tercera novela, corrigiendo la segunda y publicando la primera. Lo hicimos una mañana de abril, uno de los últimos días soleados y celestes del año. Fueron todas las personas a las que tomábamos en cuenta: amigos del barrio, familiares cercanos y algunos compañeros de clase. La pasamos tan bien ese día, que nadie, ni siquiera nuestros invitados pudieron darse cuenta de que más que el inicio de un tiempo, se trataba del final de una era. Para siempre.
Entonces, pasó lo que tenía que pasar. La literatura no dio para vivir. La juventud, aunque todavía intacta en teoría, perdió energía y brillo. Nuestros amigos no parecían menos confundidos. Los que tenían empleo estable y buena remuneración lucían como adultos maduros planeando su pronta jubilación en vez de veinteañeros enamorados de la vida. Los demás se mantenían estancados en sí mismos y en las efímeras satisfacciones que de vez en cuando, producen los placeres mundanos.
¿Así que de eso se trataba? –le pregunté a Jenny una tarde de sábado en la que tomábamos helados, semidesnudos en nuestra habitación–. Placeres mundanos o vida de anciano por el resto de los días.
Jenny me miró a los ojos con expresión de no haber entendido bien mis palabras, pero sí de haber captado su significado. Acariciándome la mejilla me dijo que no había nada que no podamos mejorar juntos.
Jenny solía tener razón con respecto a casi todo. Era una mujer encantadoramente íntegra, que con el tiempo se fue volviendo (según mi obtusa percepción que nunca me preocupé en afinar) agobiantemente íntegra. Sabía amar, luchar y sufrir de verdad, algo que yo con bastante esfuerzo conseguía en mis novelas, pero de lo que era incapaz de lograr en la vida real.
Luego de terminar de escribir un cuarto libro y publicar un segundo (todo en poco más de tres años de abundante creatividad), hicimos maletas y nos atrevimos a darle un giro a nuestra relación. Habíamos escuchado hablar de una playa a tres horas de la ciudad, donde los alquileres aún eran cómodos, se podía conseguir un empleo eventual y solía estar contagiado de una atmósfera permanente de bohemia y disipación.
El viaje en bus fue terrible. Demasiado sol en la carretera. Un olor a cebolla que despedían algunos pasajeros.
–Pudimos venir en uno mejor –dijo Jenny con voz impasible, recostándose en mi hombro.
Y era cierto. Pero era lo único que nos permitía nuestro presupuesto, eso suponiendo que queríamos vivir como bohemios: trabajar como niño, ganar como pobre y divertirte como rico.
Al llegar encontramos un balneario rústico y tranquilo con algunas pocas residencias lujosas al borde de los peñascos. Aún así se percibía cierto movimiento mientras que caía la tarde: había comercios formales y ambulantes conviviendo en aparente armonía, y la mayoría de residentes, en especial los jóvenes, se conocían y formaban grupos, bebían algo o escuchaban la música que salía de los locales comerciales, con las caras bronceadas después de un largo día en la playa.
Alquilamos una cabañita en el pueblo con vista al mar (aunque eso no significase que en realidad estuviésemos frente a él, ni mucho menos), dejamos nuestras cosas y le propuse a Jenny ir a meternos un revolcón en las olas.
–¿Por qué no mejor nos metemos ese revolcón aquí? –me jaló del polo y apretó hacia ella, pudiendo sentir sus pechos respingados a través del vestido delgado de verano que llevaba encima, el cual no tardaría en despojarle.
Esa sería la última vez que haríamos el amor sin preámbulos. Y con esa sensación perderíamos otras cosas también.

–¿Cómo puedes decir que la liberación sexual de la mujer haya retrasado 60 años el feminismo? –Sandra me espetó con bastante rudeza. A pesar de ello, o gracias a ello, su actitud me impresionó positivamente. Bebí un sorbo de vodka con naranja y sin soltarle la mano a Jenny, aclaré mi posición.
–Es sencillo y es histórico. No tiene nada de revolucionario que un hombre quiera hacerse el macho y conquistar a un gran número de mujeres. En realidad más que un derecho social para el hombre eso se convierte en una presión nada envidiable. Ser guerrero y follador, gran cosa. Me parece risible que una mujer se crea muy autónoma porque trata de imitar al peor estereotipo de hombre.
Sandra se quedó mirándome, medio borracha, balanceando un cigarrillo de marihuana entre los dedos. No creo que realmente hubiese captado la profundidad de la idea, pero sí había disfrutado de cómo se lo dije. Con cierta brusquedad pero con elegancia.
Jenny cortó la conexión pidiéndome que le alcanzase una gaseosa, porque no deseaba alcohol. Un poco fastidiado accedí a su deseo. Diego me acompañó a la piscina. Diego era el dueño de la casa, una de las residencias acomodadas al filo del peñasco, con un jardín amplio y una piscina de azulejos con jacuzzi. Cada dos semanas nos invitaba a Jenny y a mí y a algunos de los otros que vivíamos en el pueblo. A pesar de la aparente diferencia social que nos distanciaba, todos proveníamos de familias burguesas, poseíamos cierta educación y compartíamos la afición por la marihuana, la literatura y las noches de charlas apasionadas matizadas con alcohol.
La cocina de Diego era un lugar agradable para estar. Siempre había algo a la vista: licores variados, paquetes de cigarrillos, bolsas de piqueos, empanadas listas para meter al microondas y platitos con cocaína de alta pureza, entre otras cosas.
Y Diego siempre decía:
–Sírvete lo que quieras.
Cogí un cigarrillo y tomé dos dosis de coca. Diego sirvió gaseosa para Jenny y vertió otro tanto sobre su trago, que creo era whisky.
–Hacen una bonita pareja, en serio. ¿Cuánto tiempo de matrimonio?
–Un par de años, casi. –Diego dejó escapar una risa que despertó cierta alarma en mí–. ¿Qué pasa?
–Sabes, este lugar puede ser muy bueno o muy malo para estar casado. Tú sabes, la playa, las fiestas..., las chicas –añadió bajando el tono de voz, antes de encenderme el cigarrillo–. Es probable que para el próximo verano esto ya no exista como lo conocemos. Quieren privatizarlo y lo harán. No es legal pero los interesados tienen el dinero para cagarse en las leyes. El punto es que esta sensación de algo que se acaba nos ha acercado y formado como una especie de comunidad donde todos son buena onda y quieren pasarlo bien con todos. Conviene aprovecharlo mientras dure.
Cuando regresamos a la sala, los invitados (Sandra, dos amigas suyas, el novio de una de ellas y mi mujer) seguían debatiendo sobre lo mismo.
–...finalmente, sino te gusta no lo vuelves a llamar y se acabó.
–Bueno, tampoco se trata de eso –dijo Jenny, dando un sorbo a su gaseosa–. Creo que tanto hombres como mujeres pueden experimentar libremente mientras que esa experimentación no lastime ni denigre a los demás o a uno mismo.
Siempre decía eso cuando hablábamos del tema y con el tiempo me había llegado a irritar el hecho de que sus posiciones resultasen tan tibias y simples constantemente. Pero Diego desde su sofá la observaba con expresión complacida. Aquella mirada, lejos de fastidiarme, despertó mi curiosidad. Una curiosidad extraña que todos en la playa parecían compartir. Excepto Jenny.

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