lunes, 30 de julio de 2007

Algún Lugar Encontraré

Novela Inconclusa escrita entre el año 2001 – 2002

Fragmento
V

Pasaron tres semanas después del Año Nuevo –del que no me molestaré en recordar por lo poco fructífero de la aventura– y Celeste no manifestó señal de existencia alguna. No, no lo hizo, en vez de eso llamó un sábado por la mañana y dijo:
–Diego, ¿como estás?
–He estado peor.
–Es mejor que nada, acompáñame a Chaclacayo a visitar a mi abuela.
–Avísale a Ron y pasa por mi departamento en 45 minutos.
Y colgó; y sabía a no tenía derecho a no comunicarse durante tres semanas y luego llamarme para satisfacer una necesidad suya. Pero aquel sábado, no había nada que hacer y llamé a Ron y en cincuenta y cinco minutos tocábamos el intercomunicador del edificio de Celeste. A nuestras espaldas, el parque de la cabeza – monumento exponía su idiosincrasia sabatina que florecía entre aves melódicas y algunas pocas nubes tercas.
Quince minutos después bajó ¨la nueva chica del barrio¨ con un vestido azul un poco más arriba de la rodilla y unas botas cortas marrones. Nos abrazó y caminamos hacia la avenida.
¡Que agradable mañana! Había que reconocerlo: Sol radiante, frescura de verano, calles bailando al ritmo del silencio y una chica de lascivo contorneo caminando junto a nosotros, entrelazándonos los brazos y ahora si lo sabíamos, lo sabíamos porque girábamos al ritmo de sus deseos. No había duda, la deseábamos aunque no llamase y ella lo sabía y no parecía preocuparle en lo absoluto. Está bien, podíamos convivir algunas semanas en ese plan, pero no podía sacar de mi mente la curiosidad de saber hasta donde sería capaz de llegar aquella chica que no dejaba nada a medias.
Celeste nos contó en el camino que fue en casa de aquella señora, la madre de su padre, donde pasó los mejores momentos de su infancia: Me vacilaba estar allá, caminar por aquellas larguísimas y solitarias calles rodeadas por cerros y pinos majestuosos. Si había un problema en casa, cuando papá y la abuela discutían, siempre encontraba un lugar donde esconderme de ellos, de sus gritos, de todo lo no grato en general. Fue ahí donde empecé a fumar. En tardes un poco tristes y otoñales, en las que el caminar no evitaba que la soledad me doblegase, se me dio por comprar cigarrillos en la bodega más lejana para que la abuela no se enterase, entonces, con mi nuevo y taciturno amigo humeante me sentaba a escuchar el río y otra vez los gritos y todo lo no grato en general se alejaba de mí.
La casa de la señora Clara quedaba en la urbanización Los Angeles de Chaclacayo, a más de dos km. de la carretera Central, lo cual brindaba una paz y alejamiento de la urbe dignos de destacar. Eran pocos los recuerdos que tenía de aquel lugar. De niño había pasado un par de veces por ahí, sin notar lo hermoso que era, lo cálido que era, el verdor de sus caminos, el pastar esporádico de una caballo de paso, manso, como las hojas de los árboles y lo amplio y relajado de sus residencias escondidas de la carretera.
El taxi nos dejó enfrente de la terracita exterior donde la señora Clara parecía esperarnos escuchando una zarzuela y comiendo uvas verdes de un tazón con simpáticos diseños orientales. La anciana parpadeo un par de veces antes de acomodarse las gafas y comprobar que su adorada nieta había llegado. Se abrazaron con ternura y en seguida fuimos presentados. (...)

(...)Entonces, sin perder tiempo nos aventuramos sobre las extensas calles de Los Angeles en busca de cualquier cosa distinta para nuestros ojos cansados de edificios, buses y simbología urbana.
El primer punto al que nos llevó nuestra guía turística estaba casi a espaldas de la casa de la abuela. Se trataba de una construcción de dos pisos a medio terminar en mitad de un pequeño cerro paralelo a las laderas de California. La entrada al pequeño cerro estaba cerrada por una malla de poco más de metro y medio.
–Está cerrada –dije deteniéndome en frente del letrero de ¨NO CRUZAR¨ que colgaba de la malla metálica.
–El que esté cerrado, no significa que no podamos pasar –replicó Celeste y acto seguido, con suma facilidad trepó la malla metálica, dejando ver la totalidad de sus piernas y un poco más, al momento de hacerlo. En segundos se encontraba del otro lado sin barrera alguna para llegar a la construcción a medio terminar. Ron y yo nos miramos sonriendo al unísono por lo ridículo de habernos detenido frente a la malla como si de un muro de concreto se tratase y seguimos a Celeste que ya nos llevaba varios metros de ventaja.
Ingresamos a la construcción de material noble, como niños curiosos, asombrados de la más mínima novedad que el destino nos ponía enfrente. Corrimos, gritamos, divirtiéndonos con el eco de nuestras voces y finalmente desde el techo contemplamos el mundo; los árboles, los autos que pasaban por la carretera Central a lo lejos y a un grupo de ovejas que desfilaban por un pueblo aledaño a orillas de otro cerro de mayor tamaño que nos observaba en forma diagonal.
–Celeste.
–Qué Ron.
–Desde cuando existe esta construcción, casa o lo que sea.
–Algunos meses, supongo.
–¿Algunos meses? ¿Quieres decir que al igual que nosotros no tenías ni idea de que alguien poco agradable podía habitar aquí y dispararnos o algo así?
–Bueno, Roni querido, técnicamente así es –dijo Celeste mirando hacia el horizonte por unos segundos, sin inmutarse en lo más mínimo ante la indignación de Ron. Pero el horizonte sabía que la bella Celeste estaba en lo cierto. Él nos lo dijo cuando lo observamos los tres juntos y no pudimos evitar sentirnos bien.
Bajamos de la pequeña montaña media hora más tarde y caminamos hacia ningún lugar por una calle abierta que parecía no tener límite alguno. Pero sí la tenía y ese límite era nada menos que los ríeles del tren, perdidos entre la maleza, piedras y poblaciones rurales, se extendían sendero arriba en línea curva desapareciendo por las montañas fantasmales que invitaban a la exploración.
–¡Qué esperamos! –exclamó Celeste que, como siempre, se adelantó a nosotros y ya se deslizaba hacia las vías del tren.
Un cielo despejadísimo se alzaba en lo alto, las aves merodeaban alrededor de él con sigilosa libertad. Las poblaciones de al lado a pesar de su ruralidad indómita no inspiraban temor alguno, simplemente estaban allí al igual que los árboles y rocas, eran parte insustituible de aquel cuadro apacible por el que caminábamos sin molestar ni ser molestados por nadie.
–A veces creo que los padres nos meten todo ese rollo del ser realistas, del madurar, con el único propósito de que no descubramos otro tipo de vida como esta y así su sistema de trabajo y rutina no peligren –fue mi primera impresión a orillas de la vida rural. Los muchachos parecieron estar de acuerdo.
Caminamos cantando y zigzagueando sobre los rieles casi una hora hasta que a pocos metros de una curva señalada por una montaña inclinada, escuchamos la aproximación de un rugido que atravesaba el silencio de los bosques: ahí venía el tren.
Trepamos rápidamente sobre un montículo de rocas y lo vimos pasar como un aullido largo y melancólico y misterioso antes del atardecer. El pesado sonido de fierro y vagones vacíos y lúgubres me hacían recordar a un blues de Robert Jhonson. La oportunidad del camino arreciaba contra el viento.
Sentados sobre un banco de piedras liamos un porro mientras el tren terminaba de pasar y lo fumamos lentamente cuando los primeros vagones se empezaban a perder en la eternidad del horizonte a un lado del sol.
–Es probable que en menos de dos horas se ponga el sol, allá, en el fondo, donde apenas podemos atisbar vestigios de luz –decía yo dando pie al monólogo– y para cuando eso suceda, aquel montón de fierros seguirá rodando en la oscuridad y aunque sé que no es cierto, casi puedo imaginarme a un vagabundo negro sentado en algún vagón vacío viendo como la noche se va yendo ante él.
–Como en uno de los relatos de On The Road –añadió Celeste con una lacónica sonrisa en su semblante, una sonrisa que reviviría la magia de nuestro primer encuentro. La literatura era un punto aparte en aquellas palabras, como en los relatos de On The Road.
–Para eso aún tendrían que existir vagabundos –opinó Ron antes de exhalar el humo.
–¿Y qué es un vagabundo? –preguntó Celeste en sensual tono de provocación, como siempre cuando buscaba la maliciosa polémica escondida bajo un manto de dulce ignorancia.
–Un personaje de ficción en la literatura de carretera –repuso Ron y le pasó el porro a Celeste.
–Un personaje de aura romanticista es cierto, pero no por eso menos tangible que un comerciante o un agente de aduanas –añadí yo que siempre tengo la mala costumbre de no poder guardar mis opiniones.
–Es un artista –intervino Celeste–. Conceptual, pragmático o impresionista o lo que sea, la cuestión es que su obra posee más fuerza que cualquier cuadro vanguardista o poema de maldito porque su obra es su vida.
–Que un vagabundo sea la máxima expresión del artista, puede ser –continuó Ron unos segundos y unas pitadas después–, eso llevaría a concluir que hoy en día los artistas ya no existen porque los vagabundos ya no existen, se escondieron y desaparecieron entre las hojas de los libros neoromanticistas de mitad de siglo y toneladas de bolsas de basura. Ahora sólo quedamos nosotros para hablar de ellos, de lo que hicieron y de lo que nunca hicieron, el resto son mendigos en una esquina esperando un pan, tampoco se les puede culpar por ello.
–Es bastante razonable, poco agradable pero razonable –agregué.
–¿Entonces, cuál es la solución? –preguntó ella.
–El caso es que esa solución no existe –prosiguió Ron– por eso es que vivimos con nuestros padres, asistimos a la universidad, buscamos empleos y fumamos yerba para no sentirnos tan cuadriculados pero el camino es el mismo. A veces me preguntó hasta que punto somos diferentes al resto del mundo.
Ser diferentes. ¿Realmente lo éramos? ¿Realmente alguien podía serlo en estos violentos tiempos modernos? Los tres sabíamos que no se trataba de llevar el pelo largo ni succionar el santo grial de las bibliotecas ni siquiera de aquella falacia moderna acerca de ganarse la vida haciendo lo que a uno le gusta. Consistía en pertenecer a algo distinto, a algo que pudiésemos considerara como nuestro. Y en efecto teníamos una idea común pero aún deambulaba en las redes del subconsciente abstracto –¿a dónde ir?

1 comentario:

Carola dijo...

"Algun lugar encontare" es una cancion de Calamaro... recuerdo haberla escuchado en un especial acerca de el en Music21.