viernes, 1 de agosto de 2008

DIEZ AÑOS DESPUÉS



Supongo que los músicos que más nos interesan suelen ser aquellos que se convierten en amigos a la distancia, que escriben canciones que son como cartas dirigidas a nosotros con nombre y apellido. Algo así fue mi experiencia con Andrés Calamaro, cuando escuché Honestidad Brutal de principio a fin una madrugada de 1999. Quizás ese fue el primer disco que realmente “leí” antes de escuchar. Tenía 18 años, escribía mi primera novela (Algunos Hombres Buenos), y me deprimía y fantaseaba con facilidad con cada uno de los 37 temas del disco. Aún recuerdo aquella frase de Son Las Nueve: “Pero si los demás terminan por derramar una lágrima, el cantar será un premio más valioso que el dinero, eso ya lo tengo y la tristeza también”.
Contundente. Y de allí mi vida cambió. Terminé mi novela, cumplí los 19 y ya coqueteaba con la idea de abandonar la universidad para dedicarme a escribir a tiempo completo. Entonces llegó El Salmón, un disco extenso tan actual como anacrónico en un solo concepto: nadar contra la corriente a inicios de un milenio donde la necesidad económica lo domina todo y apocalípticas filosofías de auto superación rigen el inconsciente colectivo.
Pero el disco no sólo hablaba de nadar contra corriente por hacerlo, sino que iba más allá sugiriendo una especie de respuesta: la creación compulsiva como medio de evasión frente a la competencia febril y la alienación comercial. Cinco discos compactos llenos de pólvora que resumían un solo álbum. Ciento tres canciones y muchos días de composición constante parecieron decirme algo: era hora de escribir en serio. Y así empecé a escribir con la misma rapidez con la que vivía. Mis fantasías se convirtieron en novelas. Paralelamente, Calamaro había pasado a una especie de clandestinidad, refugiado en su departamento en Buenos Aires, componiendo canciones subterráneas que se publicaban únicamente vía internet. Cada canción parecía contener un mensaje personal y a la vez un reto a seguir creando cosas que realmente molestasen al sistema. De vez en cuando, leía notas que hablaban del mal estado de salud de Andrés Calamaro, de su alejamiento de los escenarios, de lo incomprensibles y descuidadas que eran sus canciones actuales, en resumen: que en cualquier momento se nos podía ir.
Se estima que en ese periodo de creación frenética Andrés grabó cerca de diez mil temas, entre propios y covers. Yo por mi parte no quise quedarme atrás escribiendo cuatro novelas de manera casi paralela. A fines del 2003 escuché que Calamaro ya no componía, había abandonado su departamento que utilizaba como estudio de grabación y parecía completamente confundido en cuanto a su futuro artístico. A esta etapa de transición, proceden una serie de discos cuasi recopilatorios como El Cantante, El Palacio de Las Flores y Tinta Roja que regresan a Calamaro a la escena musical oficial. Pero eso no era lo que a mí me interesaba exactamente. Quedaba un asunto por aclarar aún: ¿Y ahora qué? Si no se podía vivir de las canciones, ¿entonces que era lo que tenía sentido? Calamaro no tardó en dar algunas respuestas vagas en pro de la familia, el arte sin necesidad de dolor o ausencia y la vida sana. Mi reacción inmediata fue preguntarme ¿tanto esfuerzo, resacas y renuncias para terminar en esto, en lo más obvio? Me sentí casi como un Mark David Chapman flaco cuando leyó la nota en que John Lennon hablaba de fumar cigarrillos franceses, paseando en un yate y que no tenía tiempo para volver a juntarse con los Beatles solo porqué algunos tontos no los vieron en su momento.
Para ese periodo mi estilo de vida y de escritura igualmente habían caído en cierto letargo y afrontaba más espacios de bloqueo creativo y noches de sábado en casa. Fue otro disco el que me ayudó a cerrar el círculo. La Lengua Popular, editado el 2007, se destacaba como una triste oda a la vida, como la esperanza que nace a partir de la aceptación del dolor. Recibe con alegría el cambio reconociendo el trayecto.
Entre fines del 1998 e inicios del 1999 leía con interés adictivo a Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs. Escuchar el Honestidad Brutal significó para mí, una lectura más que fortaleció la decisión de entregarme por completo a mi vocación creativa. De allí en adelante casi todos los discos de Andrés han sido fieles aliados en cuanta batalla personal libraba en busca de inspiración y algo más. De modo que lo importante hoy, diez años después, no es el concierto del 26 de Octubre, para el cual ya tengo una entrada en primera fila en el cajón, sino que todos aquellos sueños, pérdidas y emociones que marcaron mi primera década como “escritor en actividad”, siempre tuvieron una canción de Calamaro de fondo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola César. Oportuna tu reseña musical sobre Andrelo. Aunque me parece muy pretencioso de tu parte hacer un paralelo entre tu funcional y poco arriesgado “ciclo de vida artístico” con los años honestos y brutales de El Salmón, quién se volvió loco y recorrió mucho kilómetros antes de atreverse a confesar “haber vivido afuera del margen, de la moral y de lo permitido”.