martes, 31 de julio de 2007

lunes, 30 de julio de 2007

Las Cosas que Importan

Tengo facilidad para engancharme. De allí quizás mis tendencias tanto al compromiso como a la falta de él. No puedo decir que siempre hice lo que quise pero si, siempre lo que sentí. Inobjetablemente. Mis aspiraciones literarias eran más que todo una suma de principios y convicciones de vida. Las frases bonitas y las palabras rebuscadas nunca me llamaron la atención. Escogí a los autores que quería leer muy al margen de los que “había que leer”.
Después de escribir mi primera novela Algunos Hombres Buenos, sobre el final de mi adolescencia, intenté una suerte de autobiografía ficcionada, con mucho espíritu beat, que llevó el título provisional de Algún Lugar Encontraré. La idea era recrear expresivamente un estilo de vida del cual me sentía orgulloso de llevar: vivir para adentro, era la consigna, compartirlo todo con un grupo de amigos que parábamos sumergidos en nuestras propias historias sin importar lo que pasase alrededor. El futuro no existía. Teníamos nuestros propios códigos, nuestra propia línea ética y artística. Salir al mundo no valía la pena. Era un poco superfluo en realidad. Pero pertenecíamos a algo bastante cercano de parecernos propio y auténtico, en años donde la falsedad funcional es aceptada acaso no celebrada ya.
No pude terminar de escribir Algún Lugar Encontraré. Tal vez me quedé sin ideas, tal vez en ese momento mi asombro por la vida que llevaba superó mi asombro por la novela que escribía, lo cual, supongo es algo maravilloso, de algún modo u otro. Porqué meses después conseguí enfrascarme en un torbellino creativo de poco más de dos años y medio que dejaron como saldo cuatro novelas de ficción, infinidad de borracheras, esperanzas, desilusiones y tantos recuerdos de momentos y lugares como canciones que hasta ahora consiguen transportarme sensorialmente a una época muerta de la que aún no consigo (ni quiero) desligarme del todo.
Sin ese periodo de fertilidad supongo que ahora no podría sentirme seguro de considerarme escritor. Ahora lo soy. O quizás no, quizás sólo me he ganado el derecho a tener la osadía de pretender ponerle algo de arte (o sentimiento, me da lo mismo), entre líneas, al aburrido universo de las letras.
Entonces, ¿ valió la pena? No perdí ni la cabeza ni el corazón. Todo lo demás no sé donde está, no se quien se lo llevó ni si algún día volverán –los amigos, las noches en los parques de Chacarilla, la expectativa por la llegada de Diciembre y otras cosas que hacen soportable la vida–, pero acá los sigo esperando, aunque sé que es en vano. Por eso, vuelvo a intentarlo. A escribir, aunque sea sobre mí, cuando no encuentres salida, toca un blues, dijo Robert Jhonson.
Tenía razón, el buen Bobby...

El Día que Cayó la Bomba

1.
Nos conocimos en diferentes épocas
pero coincidimos en nuestro mejor momento.
Quizás crecimos de un día para otro,
quizás nos demoramos demasiado.
Nos asombramos, nos entusiasmamos,
compartimos secretos a voces.
Empezamos a escribir a causa de un efecto dominó.
Encontramos el sol en una casa abandonada
a medio construir en California;
una casa en la cima de la montaña. Nuestra montaña.
Desconocíamos haber llegado a una cima
de la que sólo quedaba descender.
Y descendimos, casi hasta el final,
donde ya se siente ese calor mortal
que te anuncia que estás cerca.
Las deudas terminan por saldarse siempre.
Odiamos al mundo con ideas, marginalidad y literatura.
Y el mundo nos devolvió ese odio
de una forma más sutil y efectiva.
Alguien dijo que teníamos que madurar.
Nuestra respuesta inmediata fue la acoplación.
Cerramos filas en torno a nosotros mismos
y a un músico yunkie que tenía miedo a terminar el día
sin haber compuesto una canción.

Y el mundo siguió presionando, con los padres, el dinero,
los compromisos y la policía.
Y de pronto ¡Plum!
Explotó.
Se desgastó.
O eso nos hicieron creer.
Todos teníamos problemas personales, guerras internas, heridas infectadas.
El mundo nos llegó a odiar tanto, que entonces, ¿qué hicimos?
Odiarnos entre nosotros, buscar trabajo, escribir cosas irrelevantes,
tolerar la vanidad intelectual, cambiar viejos amigos por nuevos extraños
o chicas tontas y feas para llenar la cama por una noche.
No debería sorprenderme, claro, es la ley de la vida,
la evolución y degeneración de todo proceso.
Sólo que en el fondo, muy adentro y escondido en mí,
creí que éramos diferentes, que éramos artistas de verdad,
que permaneceríamos juntos y lo lograríamos.





1er Marc El Loco en el Ekeko de Barranco

2.
Perdiste tu segunda oportunidad.
Sabías que sucedería tarde o temprano.
Las ilusiones no duran para siempre.
Llegó el tiempo de ser razonables o eso parece.
Ahora a estas alturas he decidido cuidarme un poco.
Nadie sabrá lo que pasó en mi cuarto, las mujeres que llevé,
las drogas que tomé, las noches que no dormí.
Un vago sabor amargo queda después de todo.
Hay cosas que no volverán a ser las mismas,
sólo por la literatura, y sabes qué: no vale la pena.
De eso estoy seguro.

Perdiste tu segunda oportunidad, igual que yo.
Bienvenido al club. Ponte una cerveza.
Entre perdedores no hay discriminación, ¿o tal vez sí?
Las palabras dejaron de alcanzar en algún momento del camino.
No más lamentos .No más nostalgia. No más mañanas con resaca.
Pero claro, sigo teniendo miedo; miedo a lo que sea,
las ideas creativas ya no me despiertan a mitad de un sueño,
sólo los fantasmas pornográficos
parecen encender cierta dosis de imaginación en mi interior.
Quedan fragmentos, quedan textos inéditos,
quedan algunas pocas colillas por fumar
y buenas novelas por leer.

Después de eso tendremos que improvisar.
Alguien dijo que sólo los cobardes y los héroes son recordados.
Sería más fácil si no hubiese que elegir.
Dejarse llevar.
Cerrar los ojos.
Esperar a que termine la canción y haber conciliado el sueño.




Yo, en una de las tantas encerronas en la casa de Gonzalo

3.

Y si lo recuerdas bien, Marc, no es tan difícil
ni lejano.
Y el parque sigue estando allí,
las palomas se siguen cagando sobre las bancas,
la cabeza de Miroquesada nos sigue mirando,
igual que cuando tú fumabas también,
y aunque no lo quisieses la pasabas bien.

La diversión de los sábados por la tarde sin nada que hacer,
sólo nuestras risas y chistes, algunos tontos, algunos olvidados
entre el sol y las hojas de los árboles,
películas en VHS al atardecer del domingo,
y es curioso, porque de alguna manera, siguen estando allí,
aquellos momentos, la ansiedad de cuatro chicos
a la expectativa de lo que les deparase la noche.
Y así sucesivamente.
Buenos tiempos.
Entonces dijiste: ¨Se acabó la vida, ahora si¨.
Y tenías razón, se acabó para ti y para todos
desde que decidiste olvidar que la alegría,
esa que nada tiene que ver con la felicidad,
es todavía lo único gratis.



4.
El día que cayó la bomba pasó rápido,
sin prisas ni angustias conscientes.
El pensar vino después y sin avisar.
La pena y la nostalgia no se representan como tales.
Tenía muchos papeles que ordenar y botar sobre el escritorio
y algunas heridas que dejar cicatrizar.
No, nunca fuimos buenos a la hora de hacer el recuento de los daños.
La ficción, quizás, nunca deje de ser el mejor mundo
para tratar de arreglar las cosas.
Pero acá la bomba cayó y por algún lado había que empezar.

Después de la noche, el sol lastima los ojos
y no siempre muestra un camino.
Preferiría mirar dentro de mí. O de ti.
Pero tú ya terminaste y los demás te siguieron
para abandonarte también.
Dices que está bien. Digo que está mal.
Y no me refiero a esa necesaria y dudosa tranquilidad
que ablanda la cama y cuida los sueños.

Finalmente, nada se puede hacer solo.
¿Alguien sería realmente capaz de empezar de nuevo?
Si te devuelvo tu hoja en blanco, ¿podrías hacerlo mejor?
Habrá que aprender a vivir.
Es la consigna de esta mañana y no es nueva.
Como no es nada nuevo lo que vivimos ayer.
Se puede vivir sin moralejas ni sacrificios
pero nunca sin ideas.
¿Cómo ensuciaré mi escritorio después de ordenarlo?
Si sólo se puede escoger entre construir o destruir
prefiero quedarme en la cama,
en esa cama a la que ya no le tengo miedo,
a pesar de los recuerdos de insomnio y desesperación,
viejos fantasmas, que en tu ausencia, a veces regresan
a pintar las horas muertas
que el pasado olvidó borrar
el día que cayó la bomba.

5.
Las estrellas no nacieron en el cielo
esperar tampoco es mi mejor propuesta
pero sé hacerlo, si es necesario.
Sé aguantarlo –si es necesario– todo
y sin embargo seguir aquí,
mirar tu mismo cielo, pisar el mismo piso,
soñar con una sola luna
y volver a tomar aire.

Acepto la derrota antes de empezar la partida
y no es conformismo,
es más de lo que muchos podrían llegar a hacer.
Y aún con todo no he dejado de leer ni un solo día;
ni una mirada, ni una sonrisa que hoy ya no están
han logrado arrancarme una lágrima, jamás.

Enciende la luz, estate atento,
salva tu espíritu,
canta una bonita canción que todos entiendan
pero no olvides mirar a las leyendas desde abajo.
Las estrellas no nacieron en el cielo.


Con el Dr. John Martinez en la puerta de mi casa conversando

con el manuscrito original de Placeres Culposos

Algún Lugar Encontraré

Novela Inconclusa escrita entre el año 2001 – 2002

Fragmento
V

Pasaron tres semanas después del Año Nuevo –del que no me molestaré en recordar por lo poco fructífero de la aventura– y Celeste no manifestó señal de existencia alguna. No, no lo hizo, en vez de eso llamó un sábado por la mañana y dijo:
–Diego, ¿como estás?
–He estado peor.
–Es mejor que nada, acompáñame a Chaclacayo a visitar a mi abuela.
–Avísale a Ron y pasa por mi departamento en 45 minutos.
Y colgó; y sabía a no tenía derecho a no comunicarse durante tres semanas y luego llamarme para satisfacer una necesidad suya. Pero aquel sábado, no había nada que hacer y llamé a Ron y en cincuenta y cinco minutos tocábamos el intercomunicador del edificio de Celeste. A nuestras espaldas, el parque de la cabeza – monumento exponía su idiosincrasia sabatina que florecía entre aves melódicas y algunas pocas nubes tercas.
Quince minutos después bajó ¨la nueva chica del barrio¨ con un vestido azul un poco más arriba de la rodilla y unas botas cortas marrones. Nos abrazó y caminamos hacia la avenida.
¡Que agradable mañana! Había que reconocerlo: Sol radiante, frescura de verano, calles bailando al ritmo del silencio y una chica de lascivo contorneo caminando junto a nosotros, entrelazándonos los brazos y ahora si lo sabíamos, lo sabíamos porque girábamos al ritmo de sus deseos. No había duda, la deseábamos aunque no llamase y ella lo sabía y no parecía preocuparle en lo absoluto. Está bien, podíamos convivir algunas semanas en ese plan, pero no podía sacar de mi mente la curiosidad de saber hasta donde sería capaz de llegar aquella chica que no dejaba nada a medias.
Celeste nos contó en el camino que fue en casa de aquella señora, la madre de su padre, donde pasó los mejores momentos de su infancia: Me vacilaba estar allá, caminar por aquellas larguísimas y solitarias calles rodeadas por cerros y pinos majestuosos. Si había un problema en casa, cuando papá y la abuela discutían, siempre encontraba un lugar donde esconderme de ellos, de sus gritos, de todo lo no grato en general. Fue ahí donde empecé a fumar. En tardes un poco tristes y otoñales, en las que el caminar no evitaba que la soledad me doblegase, se me dio por comprar cigarrillos en la bodega más lejana para que la abuela no se enterase, entonces, con mi nuevo y taciturno amigo humeante me sentaba a escuchar el río y otra vez los gritos y todo lo no grato en general se alejaba de mí.
La casa de la señora Clara quedaba en la urbanización Los Angeles de Chaclacayo, a más de dos km. de la carretera Central, lo cual brindaba una paz y alejamiento de la urbe dignos de destacar. Eran pocos los recuerdos que tenía de aquel lugar. De niño había pasado un par de veces por ahí, sin notar lo hermoso que era, lo cálido que era, el verdor de sus caminos, el pastar esporádico de una caballo de paso, manso, como las hojas de los árboles y lo amplio y relajado de sus residencias escondidas de la carretera.
El taxi nos dejó enfrente de la terracita exterior donde la señora Clara parecía esperarnos escuchando una zarzuela y comiendo uvas verdes de un tazón con simpáticos diseños orientales. La anciana parpadeo un par de veces antes de acomodarse las gafas y comprobar que su adorada nieta había llegado. Se abrazaron con ternura y en seguida fuimos presentados. (...)

(...)Entonces, sin perder tiempo nos aventuramos sobre las extensas calles de Los Angeles en busca de cualquier cosa distinta para nuestros ojos cansados de edificios, buses y simbología urbana.
El primer punto al que nos llevó nuestra guía turística estaba casi a espaldas de la casa de la abuela. Se trataba de una construcción de dos pisos a medio terminar en mitad de un pequeño cerro paralelo a las laderas de California. La entrada al pequeño cerro estaba cerrada por una malla de poco más de metro y medio.
–Está cerrada –dije deteniéndome en frente del letrero de ¨NO CRUZAR¨ que colgaba de la malla metálica.
–El que esté cerrado, no significa que no podamos pasar –replicó Celeste y acto seguido, con suma facilidad trepó la malla metálica, dejando ver la totalidad de sus piernas y un poco más, al momento de hacerlo. En segundos se encontraba del otro lado sin barrera alguna para llegar a la construcción a medio terminar. Ron y yo nos miramos sonriendo al unísono por lo ridículo de habernos detenido frente a la malla como si de un muro de concreto se tratase y seguimos a Celeste que ya nos llevaba varios metros de ventaja.
Ingresamos a la construcción de material noble, como niños curiosos, asombrados de la más mínima novedad que el destino nos ponía enfrente. Corrimos, gritamos, divirtiéndonos con el eco de nuestras voces y finalmente desde el techo contemplamos el mundo; los árboles, los autos que pasaban por la carretera Central a lo lejos y a un grupo de ovejas que desfilaban por un pueblo aledaño a orillas de otro cerro de mayor tamaño que nos observaba en forma diagonal.
–Celeste.
–Qué Ron.
–Desde cuando existe esta construcción, casa o lo que sea.
–Algunos meses, supongo.
–¿Algunos meses? ¿Quieres decir que al igual que nosotros no tenías ni idea de que alguien poco agradable podía habitar aquí y dispararnos o algo así?
–Bueno, Roni querido, técnicamente así es –dijo Celeste mirando hacia el horizonte por unos segundos, sin inmutarse en lo más mínimo ante la indignación de Ron. Pero el horizonte sabía que la bella Celeste estaba en lo cierto. Él nos lo dijo cuando lo observamos los tres juntos y no pudimos evitar sentirnos bien.
Bajamos de la pequeña montaña media hora más tarde y caminamos hacia ningún lugar por una calle abierta que parecía no tener límite alguno. Pero sí la tenía y ese límite era nada menos que los ríeles del tren, perdidos entre la maleza, piedras y poblaciones rurales, se extendían sendero arriba en línea curva desapareciendo por las montañas fantasmales que invitaban a la exploración.
–¡Qué esperamos! –exclamó Celeste que, como siempre, se adelantó a nosotros y ya se deslizaba hacia las vías del tren.
Un cielo despejadísimo se alzaba en lo alto, las aves merodeaban alrededor de él con sigilosa libertad. Las poblaciones de al lado a pesar de su ruralidad indómita no inspiraban temor alguno, simplemente estaban allí al igual que los árboles y rocas, eran parte insustituible de aquel cuadro apacible por el que caminábamos sin molestar ni ser molestados por nadie.
–A veces creo que los padres nos meten todo ese rollo del ser realistas, del madurar, con el único propósito de que no descubramos otro tipo de vida como esta y así su sistema de trabajo y rutina no peligren –fue mi primera impresión a orillas de la vida rural. Los muchachos parecieron estar de acuerdo.
Caminamos cantando y zigzagueando sobre los rieles casi una hora hasta que a pocos metros de una curva señalada por una montaña inclinada, escuchamos la aproximación de un rugido que atravesaba el silencio de los bosques: ahí venía el tren.
Trepamos rápidamente sobre un montículo de rocas y lo vimos pasar como un aullido largo y melancólico y misterioso antes del atardecer. El pesado sonido de fierro y vagones vacíos y lúgubres me hacían recordar a un blues de Robert Jhonson. La oportunidad del camino arreciaba contra el viento.
Sentados sobre un banco de piedras liamos un porro mientras el tren terminaba de pasar y lo fumamos lentamente cuando los primeros vagones se empezaban a perder en la eternidad del horizonte a un lado del sol.
–Es probable que en menos de dos horas se ponga el sol, allá, en el fondo, donde apenas podemos atisbar vestigios de luz –decía yo dando pie al monólogo– y para cuando eso suceda, aquel montón de fierros seguirá rodando en la oscuridad y aunque sé que no es cierto, casi puedo imaginarme a un vagabundo negro sentado en algún vagón vacío viendo como la noche se va yendo ante él.
–Como en uno de los relatos de On The Road –añadió Celeste con una lacónica sonrisa en su semblante, una sonrisa que reviviría la magia de nuestro primer encuentro. La literatura era un punto aparte en aquellas palabras, como en los relatos de On The Road.
–Para eso aún tendrían que existir vagabundos –opinó Ron antes de exhalar el humo.
–¿Y qué es un vagabundo? –preguntó Celeste en sensual tono de provocación, como siempre cuando buscaba la maliciosa polémica escondida bajo un manto de dulce ignorancia.
–Un personaje de ficción en la literatura de carretera –repuso Ron y le pasó el porro a Celeste.
–Un personaje de aura romanticista es cierto, pero no por eso menos tangible que un comerciante o un agente de aduanas –añadí yo que siempre tengo la mala costumbre de no poder guardar mis opiniones.
–Es un artista –intervino Celeste–. Conceptual, pragmático o impresionista o lo que sea, la cuestión es que su obra posee más fuerza que cualquier cuadro vanguardista o poema de maldito porque su obra es su vida.
–Que un vagabundo sea la máxima expresión del artista, puede ser –continuó Ron unos segundos y unas pitadas después–, eso llevaría a concluir que hoy en día los artistas ya no existen porque los vagabundos ya no existen, se escondieron y desaparecieron entre las hojas de los libros neoromanticistas de mitad de siglo y toneladas de bolsas de basura. Ahora sólo quedamos nosotros para hablar de ellos, de lo que hicieron y de lo que nunca hicieron, el resto son mendigos en una esquina esperando un pan, tampoco se les puede culpar por ello.
–Es bastante razonable, poco agradable pero razonable –agregué.
–¿Entonces, cuál es la solución? –preguntó ella.
–El caso es que esa solución no existe –prosiguió Ron– por eso es que vivimos con nuestros padres, asistimos a la universidad, buscamos empleos y fumamos yerba para no sentirnos tan cuadriculados pero el camino es el mismo. A veces me preguntó hasta que punto somos diferentes al resto del mundo.
Ser diferentes. ¿Realmente lo éramos? ¿Realmente alguien podía serlo en estos violentos tiempos modernos? Los tres sabíamos que no se trataba de llevar el pelo largo ni succionar el santo grial de las bibliotecas ni siquiera de aquella falacia moderna acerca de ganarse la vida haciendo lo que a uno le gusta. Consistía en pertenecer a algo distinto, a algo que pudiésemos considerara como nuestro. Y en efecto teníamos una idea común pero aún deambulaba en las redes del subconsciente abstracto –¿a dónde ir?